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como guste. Ni "copirrais" ni chorradas de esas.Estatus irónico: NADA - UN POCO - BASTANTE - MOGOLLÓN
La nueva ley orgánica de educación, la LOMCE, la «ley Wert»,
para entendernos, no es nueva. Es más de lo mismo. Han rascado un poco la
pintura para poner otra encima. Nada más.
Lo más triste de todo es que no podemos aspirar a más… ni a menos. Porque, dada la idiosincrasia política y social española, esto es un mero círculo vicioso puramente maniqueo. Vamos de un sitio al otro montados en el mismo viejo y macilento burro.
Me llena de impotencia y desesperanza ver que no habrá posibilidad en muchísimos años de cambiar, de verdad, para bien de las personas y de la sociedad entera, el sistema educativo. Primero, porque tengo enormes dudas de que alguien tenga la más mínima intención de meterse en semejante berenjenal. Segundo, porque la indecente intrusión de la política en la educación arrasa con cualquier intento positivo de cambio o, siquiera, de mejora. Tercero, porque el sistema educativo es mucho más que una mera ley, por muy orgánica que sea, y buena parte de los incrustados en el sistema no permitirán jamás que algo les haga quedarse fuera del mismo. Cuarto, porque una revolución educativa tan gigantesca como la que necesitamos en nuestro país, resulta imposible porque cada cuatro años hay que ir a votar. El juego democrático, así parido, y con las tres razones anteriores hacen que las elecciones sean, ni más ni menos, que un impedimento para el verdadero cambio, para la revolución del sistema educativo.
No comparto ni uno solo de los eslóganes, que no ideas, de los múltiples manifestantes contra la reforma de la ley de Wert. Pero ni uno solo. Son, una buena parte de ellos y todos sus eslóganes, interesados y rastreros, algo que un verdadero cambio del sistema debería desterrar para siempre. Son una pesa de miles de toneladas que tira para debajo de la educación, agarrados a ninguna idea y a un millón de intereses personales y políticos, anclados en el pasado más rancio… Un peso muerto que mata la educación.
Y no hay nada que hacer con las autoridades de turno. Aquí solo puede sacarse una nueva ley, que no es nada en realidad, si hay mayoría absoluta. Cuando se ponen a ello, como decía, no se debe esperar nada: todo ruido y ninguna nuez. No hay partido político en España capaz de liderar el cambio que la educación necesita: ni de izquierda ni de derecha. La ineficiencia, la maldita cotidianeidad política, el basta que uno diga “a” para que los demás digan “z”, el tener obligación de ganar las siguientes elecciones, el miedo de los políticos a perder su sillón, el miedo de los políticos a tener que defender con argumentos los cambios, antes que nada frente a los “suyos”; el miedo a “la calle”, usada y abusada sin descanso de manera obscena por todos, los sindicatos, las patronales, los padres metidos a políticos de tres al cuarto en las AMPAS y en los consejos escolares, los pésimos profesores, las pésimas condiciones de su trabajo, la exigencia a los padres de sus enormes responsabilidades, tantas veces considerables como negligencias… Nadie, ninguna autoridad será capaz de cambiar un sistema viejo, truculento, anquilosado, politizado, violado, abusado, inutilizado… ¿Quién se convertiría en mártir por esta causa? Y las revoluciones se cobran su precio de mártires.
Sin atreverme a decir que sea el primero, sí es uno de los principales: hay que tirar por los suelos el estatus del profesorado actual. Son, porque se ven directamente implicados por lo ya expuesto, y porque buscan más un sueldo que seguir una vocación, uno de los principales cánceres del sistema. Y los pésimos profesores abundan tanto en la “enseñanza” pública (mal llamada) como en la privada.
No es de recibo que haya profesores con puesto vitalicio, bien porque un día ganaron unas oposiciones o bien porque consiguieron aclimatarse a lo que desde la dirección privada quieren. En el fondo, hoy en día, no debería tener su puesto seguro ningún profesor. Y no me importa lo que se quiera entresacar de esta afirmación. Sea lo que sea, será falsamente escandaloso.
Muchas nuevas «pedagogías» dan distintos papeles, diferentes funciones, a los profesores. No he encontrado ninguna que tenga la más mínima sensatez. Sencillamente, el también mal llamado “fracaso escolar” se lo debemos, en buena medida, al mal hacer de muchos profesores, cuando no a la mera pereza o a una insoportable falta de vocación.
Sí creo que el estado debe intervenir en la educación; pero tiene muy poco que ver con lo que hace o con lo que muchos grupos de “profesionales de la enseñanza” exigen que haga. Su papel está en ayudar a la sociedad, y no debe pasar de ahí ni un milímetro. De sobra es conocido que no es a eso, precisamente, a lo que se dedica, con el incomprensible beneplácito de tantos y tantos “ciudadanos”. Si el papel del profesor es primordial, ¿cuándo se evalúa? ¿Cómo se evalúa? ¿Cuánto se le anima y se le facilitan medios de verdad, no chorradas? Sencillamente, nunca.
Si los resultados del sistema son pésimos (y no me importan mucho los «pisas» ni las «ocedeés»), ¿qué pasa con los profesores? ¿Qué se hace por ellos?
En un tema crucial para la vida de las personas como es la educación, no creo que esté de sobra, ni mucho menos, una licencia temporal para poder ser profesor: público o privado, que eso no debería ser una diferencia entre profesores.
Un profesor solo puede ejercer de tal si está en condiciones excelentes. Supone hacer muy bien su trabajo, hacerse responsable de los resultados, continuar con su formación profesional como cualquier otro profesional lo hace, investigar un poquito, aunque solo sea como autoevaluación, publicar alguna cosita, que siempre obliga a estar al día y a profundizar en la didáctica y en la pedagogía… Un país sensato o, mejor, decente, ¿puede confiar gran parte de su futuro y de la felicidad de las personas a la supuesta buena intención del profesorado, sin ejercer ningún control sobre ella? No, claro que no. ¿No es posible afrontar un cambio de raíz en este asunto? Sí, claro que sí, siempre y cuando algunos estén dispuestos a convertirse en mártires de la revolución, como dije antes.
La cosa no es muy compleja. El estado tiene que garantizar la excelencia de la educación que reciben sus ciudadanos. El primer paso es acabar con el apoltronamiento de los profesores. Se acabaron las oposiciones con garantía vitalicia. Quien quiera ejercer de profesor, debe estar dispuesto a demostrar constantemente que puede hacerlo. Un sistema de licencias, por un número determinado de años, que permita ejercer de profesor, no es difícil. Ya existen en otras profesiones. Cada cinco, cada diez, cada siete años… cualquiera que pretenda mantener su licencia en vigor debería probar su capacitación, sus méritos: resultados, conocimientos adquiridos, formación profesional a la que se ha sometido durante ese tiempo, publicaciones, investigaciones, evaluaciones de rendimiento profesional por parte de los directores… Hay mil fórmulas para ello. Pero, de una u otra manera, hay que acabar con el pesebrismo y remover la vocación y la entrega profesional del profesor.
Esa licencia no debe distinguir entre “tipos” de profesores. No creo que el estado deba tener una plantilla de profesores. Esa licencia debería acreditar a cualquier profesor para trabajar en cualquier escuela… que le contrate, sea sostenida con dinero de todos o bien, con dinero de unos pocos (“pública” y “privada”, son diferencias artificiosas y lamentablemente políticas).
Ya seguiremos con tantas otras cosas que deberíamos cambiar de raíz en nuestro sistema educativo. Por ejemplo, los directivos; por ejemplo, las AMPAS; o los consejos escolares; o los sindicatos.
Desgraciadamente, hay tanto que destruir para poder recomenzar…