miércoles, 11 de julio de 2012

Los «gloriosos» mineros en Madrid.


¡Ya están aquí!¡Ya han llegado!
Los gloriosos mineros han puesto sus reales
en la Puerta del Sol de Madrid.
¡Qué apuestos! ¡Qué aguerridos! ¡Qué valientes!
¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado!

Proletarios del mundo:
observad su gallardía; ved su varonil figura;
escuchad sus gritos pidiendo justicia.
Proletarios del mundo:
 aprended de su lucha por sus derechos; admirad su valentía.

Trabajadores del mundo:
apoyad su causa; defended con ellos su revolución;
dejad de llorar y empuñad las armas;
la hora de la justicia y del triunfo sobre el patrón
ha llegado de su mano. Etc., etc., etc.

Esta pésima y rancia coplilla recoge el presente espíritu progresista de los mineros del carbón españoles. He tenido la fortuna de mantener cierta relación epistolar con estos muchachos desde que se declararon en lucha. Cartas de ida y de vuelta «online» en las que he aprendido mucho de su modo de ser, de su pensamiento libre y ágil, de sus razonamientos serios y profundos; he podido apreciar la nobleza de su carácter, su proverbial solidaridad y su amor por la libertad. En definitiva, ha sido una experiencia de lo más de sabrosa y refrescante.

Estos intachables caballeros son ampliamente «atribuidos», según dicen ellos mismos. No ha habido carta en la que no me hayan hecho referencia a su testiculina y, como contrapartida, a mi total falta de ella. Al parecer, tales atributos son muy considerados entre ellos al punto de que lo utilizan como razón de peso –de mucho peso, dado el tamaño del que hacen gala- para sustentar su lucha. Según me contaban ellos mismos cuando les preguntaba, los cortes de carretera, las barricadas, los cohetes y las pedradas –su lucha- se debían a los «maizagarris» que tienen. «Hombre, -les decía yo- alguna razón más habrá para que hagáis estas barbaridades, con heridos y todo.» Pues, al parecer no, o al menos, yo no lo entendí.

Debo decir que no conseguimos entendernos. Asumo que por mi culpa. Probablemente, debido a mis características personales, según me lo han ido haciendo ver. Un pájaro como yo, «desatribuido», cobarde, fachorra, madero, llorón, «babayu», chivato, infiltrado, hijo de p…, payaso, vendido, esquirol, español, nazi, puto capitalista, «chinu», castellano, egoísta, miserable y «tontu» es imposible que pueda entender nada. Lo único que me queda es meterme a un monasterio de hermano lego o que me apliquen la eutanasia. Yo creo que lo primero, que es más barato para las arcas del estado.

El primer desencuentro vino cuando les inquirí sobre cuáles eran esos derechos por los que luchaban. No lo hice con muy mala intención; solo quería saber a qué se referían. Pero pinché en hueso. Con velocidad del rayo, las respuestas se sucedieron como catarata de agua fresca. Pero no para contarme cuáles eran esos derechos por los que luchaban a brazo partido, sino que todos se dedicaron a describirme. Me sorprendí de que sin apenas relación me conocieran ya tan bien. Lo cierto es que me tuve que buscar por mi cuenta esos «derechos» porque los sensibles mineros no acertaron a contármelos.

El segundo desencuentro vino cuando, imprudentemente, les hice ver que eran unos «señoritos» y unos «burguesitos». Creo que mi error estuvo en utilizar el diminutivo, porque a señores con tantos atributos y tan grandes, no se les puede tratar con «-itos». Nueva riada de respuestas, más descripciones sobre mí, algunas repetidas, y ningún diminutivo por su parte. Ellos dominan el aumentativo.

Y más desacuerdos. Un día me dio por indicarles que ellos no eran «los trabajadores», que eran «unos» pocos trabajadores. Que en España éramos muchos millones de trabajadores y que no me parecía bien que ellos se arrogasen en exclusiva los derechos de autor. Inundación al canto.

Como no había conseguido que me hablaran de los derechos por los que se han liado a palos y a cohetazos –ahora ya me han enseñado que eso se llama «lucha»-, les pregunté porqué ellos recibían subvenciones, entre otras finalidades para cobrar sueldazos propios de capitalistas, y la mayoría de los demás trabajadores no solo no las recibimos sino que se las pagamos a ellos con nuestro lomo agachado en el trabajo. Las respuestas no se hicieron esperar, naturalmente, y casi todas ellas abundantemente descriptivas sobre mi persona. Sin embargo, en una de ellas me decía un sesudo minero que «no te quejes de los trabajadores; más te valía criticar las subvenciones a la banca.» Tuvo mucho éxito esta respuesta. Volví a cometer el error de preguntar si los cientos de miles de trabajadores de la «banca» no eran también trabajadores y, en consecuencia, no tendrían el mismo derecho a recibir subvenciones que los mineros; que, en definitiva, si el negocio no era rentable, la solución debería ser la misma. Y añadí que las cuencas mineras estaban recibiendo dinero desde 1986 en cuantía, a estas alturas, de más de 25 mil millones de euros. Esto fue un auténtico despropósito por mi parte. Todos los que habían apoyado vivamente la respuesta que me había dado el minero se me echaron encima, también vivamente. Esta vez tampoco averigüé si estaba equivocado en mi apreciación.

Uno de estos afables mineros me calificó de «miserable» y otras lindezas. Venía a decir que cómo era capaz de escribir semejantes cosas de unos hombres «que se juegan la vida en su trabajo», de unos hombres «que todos los días se meten al pozo sin saber si volverán a ver el sol». Recuerdo que alabé sus figuras poéticas, que me habían emocionado. Yo, en mi discurso carente de belleza, le comentaba a este lírico minero que no terminaba de ver a qué se refería. Le contaba que, según me constaba, la mayor parte de los mineros no se encuadran en puestos especialmente peligrosos. Le decía que los mineros se jugaban la vida en Perú, en Bolivia, en Ecuador, en la China, en Ucrania, en Bielorusia, en Rusia… pasados o presentes «paraísos del proletariado», pero no en España. Que las condiciones, las inversiones en materia de seguridad, habían mejorado de tal modo, a Dios gracias, que en el rankin de peligrosidad laboral, la minería del carbón española no ocupa los primeros puestos ni mucho menos. Le comentaba a mi emotivo minero, que hoy en día, hay muchos trabajos bastante más peligrosos: policía, bombero, limpiacristales de altura, camionero, telepizzero, viajante comercial, joyero, profesor de instituto, maestro de escuela, militar destinado a repartir bolígrafos, comida y tiritas en Afganistán, operario de alcantarillado, cuidador de los leones del zoo, motorista repartidor exprés, albañil encofrador, tractorista, operario de excavadora, soldador de vigas, pintor de fachadas, miembro de las Unidades de Intervención Policial frente a una barricada de mineros… Yo creo que, a juzgar por su reacción, lo que no le gustó fue la referencia a estos últimos trabajadores.

En fin, como veía que mi incapacidad mental hacía imposible que les entendiera, decidí dejarlo por imposible con una última carta de afectuosa despedida. Nuevo error, porque aprovechela para poner de manifiesto las conclusiones que, en mi torpeza intelectual, había sacado de nuestra relación epistolar. Basicamente:

-          Que de cada mil euros que cobran, 680 los ponemos el resto de trabajadores.
-          Que son muchos más millones de trabajadores los que, por no ser su «sector» rentable, se han ido a la puñetera calle sin que ellos hayan mostrado la más mínima solidaridad.
-          Que nunca se han quejado de los miles de millones de euros que les han dado a sus comarcas para crear otras fuentes de producción alternativa y que nadie sabe en qué se han invertido, salvo algún museo del carbón y muchos hogares del jubilado, que en la zona hay muchos y muy jóvenes.
-     Que solo se han puesto como energúmenos cuando les han tocado el sueldo, como al resto.
-          Que siguen aceptando las jubilaciones a los 42 años, con pagas impresionantes, que las pagamos los demás trabajadores, cuando la realidad por la que se les aplican los coeficientes de reducción es completamente distinta de la que era cuando el gobierno de Franco, en 1948 y en 1966, firmo el Régimen Especial de la Minería del Carbón.
-          Que la lucha por asegurar el futuro de sus hijos es exactamente la misma preocupación del resto de los hijos de trabajadores que, sin embargo, no vamos lloriqueando que el estado se haga cargo de ellos, ni nos liamos a cortar carreteras y autopistas, ni a montar «marchas negras» de la mano de los sindicatos y de los políticos progresistas y aprovechados.
-      Que los sindicatos, sus queridos sindicatos, siempre están al lado de los subvencionados. ¿Por qué será?
-          Que la riada de dinero de los demás trabajadores que se ha puesto a su disposición para que ellos mismos crearan sus futuros puestos de trabajo fuera de la mina, ha desaparecido de la faz de la tierra sin que se sepa qué ha sucedido.
-          Que no tienen ningún derecho especial por ser mineros y que «su lucha» no es más que una patochada barriobajera, disfrazada de épica casposa y trasnochada, para seguir viviendo como «señoritos burguesitos» del dinero que nos quitan al resto de los trabajadores.
-          Y que no veo ninguna diferencia entre el proceder del SEPLA, el sindicato de pilotos de Iberia, y el de la UGT y las CCOO del carbón, el sindicato de los mineros «pilotos».

Después de la carta de despedida, sé que a muchos de ellos les gustaría echarme el guante encima. Me lo han dicho de diversas formas. Creo adivinar por qué. Pero no estoy muy por la labor. Llámame cobarde si quieres, pero creo que se enfadaron mucho. Y con el manejo pirotécnico que se gastan, mejor no ponerme a su alcance.

Arga-ko urretxindorra

2 comentarios:

  1. Cuanta verdad de la que se corta con un cuchillo...

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  2. ¡Guau!.Mándalo a los periódicos, mándalo, impecable descripción de la situación de estos trabajadores... La comparto 100%

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