Todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Siguiendo a C. S. Lewis -que perdone la desfachatez- creo que es un estilo apropiado el de las cartas, el epistolar, para abordar los vicios de una mala dirección, de un mal gobierno. He preferido, en vez de aconsejar positivamente a mi joven amigo Carlos, ponerme en el otro lado de la barrera: cómo se ven las hazañas directivas desde el punto de vista de quien las sufre. Quizá eso le ayude a "visualizar" los efectos de sus decisiones. En definitiva, pura ficción.
Querido Carlos:
¡Qué alegría saber de ti!
Sinceramente, te confieso que no te esperaba. Me alegro profundamente de tu
ascenso. Creo que en eso, han acertado nuestros jefes, bueno, tus jefes. ¡Quién
mejor para ocupar el que fue mi despacho! Me alegro, Carlos, de verdad.
Para mí, es un honor poder
servirte de algo. Especialmente ahora que tengo tanto tiempo para desperdiciar.
No creo que sea capaz de cumplir tus expectativas, la verdad, pero de fracasos
y errores sé bastante. A casi todo le podemos dar la vuelta. Así que, en vez de
darte consejos, cosa de la que no me siento capaz, te daré mi visión de los
errores que he cometido como jefe. No es positivo pero puede ser útil.
¡Cómo pasa la vida! ¡Cuántos nos
han dejado, de una u otra manera!
Llevo tres meses de júbilo –de jubilación,
quiero decir- y me parece una década. No me hallo sin trabajar. La vida pasa
sin remedio, sin posibilidad de vuelta atrás. Tal como llega, desaparece. Solo
queda la historia, lo que hicimos. Pero eso ya no se toca, ya no se mueve.
Los cristianos tenemos, de todos
modos, una especie de pequeña máquina del tiempo, Carlos. En lo que al pasado
se refiere, nos queda la petición de perdón y el arrepentimiento. Es, en cierto
modo, una manera de reconstruir parte de nuestra historia personal. Pero nunca
he llegado a comprender hasta dónde llega la reparación, qué alcance tiene para
los demás el arrepentimiento y el perdón sobre las heridas que les hemos
infligido. Nos confesamos, el sacramento de la alegría, de la reconciliación,
de la paz interior…
Algunos nos acusan de que no tiene ningún valor; de que es
una especie de componenda entre Dios y yo con la que alejar los remordimientos.
Claro que, quienes dicen eso no entienden nada ni creen en la existencia de
Dios. Pero, en pequeñísima medida, siempre me ha sucedido que, ante
determinados actos míos, pecados que cometemos a partir del cuarto, que atañen
no solo a Dios sino a nuestros hermanos, la reparación, la virtud de la
justicia, no ha quedado satisfecha.
Supongo que en esas situaciones,
tan desgraciadamente repetidas en nuestra vida, se puede acudir a Santa Teresa:
«Nada te turbe, / nada te espante, / todo
se pasa, / Dios no se muda; / la paciencia / todo lo alcanza; / quien a Dios
tiene / nada le falta; / solo Dios basta.»
Pero creo que quien se consuele de este modo es especialmente
malvado, Carlos. Porque Santa Teresa se refiere a que no nos turbe el mundo, la
vida, el demonio, la maldad… Pero no quiere decir que no nos turbemos por
nuestras propias acciones, por nuestros propios pecados… En definitiva, Carlos,
vengo a referirme a que sin reparación verdadera no hay justicia verdadera; y
sin ella, no puede haber paz ni verdadero perdón. Creo que parte del Juicio
personal tiene que ver precisamente con esto: cuántas veces te has conformado
con pasar por el confesonario y te has ido “en
paz” sin tener que estarlo.
Bueno, disculpa estas
reflexiones, que son torpe fruto del exceso de tiempo libre. ¿Sabes? Con el
paso del tiempo, va despareciendo lo accidental y uno ve con más claridad. Las
pasiones, la aparición en catarata de los sentimientos primeros, dan paso a las
situaciones más estables, más arraigadas, más profundas. Desde que me
prejubilaron, por lo que a mí se refiere, Carlos, todo aquello va dando paso,
como cuando se levanta la niebla, a una realidad interior digamos… dolorosa. Se
despeja la rabia, se evapora la ira, desaparecen los impulsos… y me doy cuenta
de que debajo de todo ello hay una profunda humillación y una tremenda
amargura. Como seguro que entiendes, ninguna de ellas soporta la alegría ni la
paz interior. Por el contrario, se afanan en minar mis pensamientos, mi sueño y
mi vida, en general.
No hay ofuscación en mis
reflexiones; posiblemente equivocadas, pero son claras. No hay apenas
sentimientos poderosos que impidan el pensamiento fluido. No. Tampoco tengo
paz, como te he dicho, pero sí una terrible calma. Calma que me permite
discurrir pero que no mitiga un ápice ni la humillación ni la amargura.
¡Cuántas veces resulta mejor sentir mucho que sentir poco! ¡Cuántas veces es
mejor no estar lúcido! ¡Qué agónico es, a veces, ser consciente!
Tengo muchas certezas en lo que a
mi nueva situación se refiere. Pero ni las busco ni las quiero. No quiero
certezas, quiero la verdad. Pero esta no la tendré nunca… aquí. Las certezas, Carlos,
dependen de uno mismo, acertadas o equivocadas. Pero la verdad, no. Y para
acercarte un poco a ella, necesitas de otros. Si ellos se niegan a ayudarte, no
te queda ninguna posibilidad.
¿Sabes? Nadie es insustituible,
salvo para Dios y en el corazón de las personas que realmente nos aman, que
suelen ser muchas menos de las que nos pensamos. Y, diciendo esto, siempre se
nos olvida alguien: también somos insustituibles para nosotros mismos. Y esto,
que es tan evidente que no nos acordamos, resulta ser una de las claves de la
vida. Dios nos salva a cada uno puesto que somos únicos para Él; pero nunca lo hace sin el «permiso» de cada uno. Dios, para
nuestra salvación, cuenta con cada uno de nosotros. Por eso, también somos
insustituibles para nosotros mismos. Y esto es algo que me llama la atención
profundamente. Me lleva a preguntarme si, en mis cincuenta y ocho años, he
hecho cosas que han provocado que otros se sientan prescindibles en algún
momento de su vida. Y repaso de vez en cuando mi lista y encuentro que sí, que
lo he hecho. Me cuesta aceptar que no puedo justificarlo.
Una parte de mi humillación es
debilidad mía, soberbia, orgullo mal nacido. Esa es la parte esperanzadora,
porque es justa: la humildad que no puse en práctica merece de la humillación
como consecuencia necesaria. Cuando sea más humilde, Dios lo quiera,
desaparecerá. Y no pierdo la confianza.
Otra parte de mi humillación
tiene que ver con el hacer de terceras personas. Y atiende a esto, Carlos, que te puede dar luces. En este último año y medio he
sido testigo -y sufridor- de las pequeñas miserias humanas; pequeñas y
poderosas en su daño. Esas miserias son fundamentalmente silencios, mentiras,
verdades a medias, cobardías, pequeñas traiciones, premeditaciones, engaños,
suposiciones, pereza, irresponsabilidades… Como ves, nada espectacular, querido
Carlos… pero devastador en fin.
¡Oh, Carlos! De nuevo he pasado a
hablarte de mí. Perdóname. No lo voy a hacer más. En realidad, me he aprovechado
de tu carta para poder descargarme en alguien. Pero ya se acabó. ¡Fin de la
historia!
Si te parece bien, mi joven
amigo, te seguiré escribiendo cartas sobre los daños de una mala dirección.
Espero que, en tu nueva y brillante situación, puedan servirte para sacar
adelante lo mejor posible tu tarea. Pero ya sabes que esto es gratis, amigo mío.
Son solo visiones de viejo con demasiado tiempo libre. Así que puedes mandar lo
que no te sea útil a la papelera de reciclaje. Es el mejor sitio para ellas.
Sé bueno cuando puedas, Carlos.
Un abrazo,
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