Esto de la crisis económica es, quizá, uno de los asuntos más complejos que hay. Al menos, por lo que a la búsqueda de soluciones atañe. De hecho, rápidamente te das cuenta de que la mayoría de los expertos no tienen ni puñetera idea.
Sin embargo, creo que todo el tinglado se condensa en la frase de José Mota: “Las gallinas que entran por las que salen.” Ahí está el juego. Cuando lo de las gallinas se desequilibra es cuando empiezan los problemas. Y hay muchas maneras de romper el equilibrio.
La fórmula más habitual, a mi juicio, es la que tiene su fundamento en lo que antiguamente se llamaba la avaricia. Que, por cierto, ya estábamos advertidos de que la avaricia rompe el saco. Y es así en tanto que hoy en día, la avaricia se ha convertido en una especie de derecho universal. ¿No es una aspiración legítima mejorar? ¿No es algo bueno aspirar a más? ¿No tenemos derecho a desear mejores condiciones de vida? ¿No es algo importante la calidad de vida?
Estas, y otras muchas expresiones de semejante jaez, encierran la verdadera trampa: la avaricia. Porque, ¿cuál es el límite de esas aspiraciones legítimas?
En nuestra avanzada sociedad, nos resulta francamente difícil establecer límites a nuestras aspiraciones: mientras se pueda, ¿por qué no? Y deberíamos admitir que esta pregunta “auto justificante” se nos pasa por la cabeza a casi todos. El fin no justifica los medios, es algo que difiere mucho entre su postulado teórico y su praxis cotidiana.
Leopoldo Abadía comentaba no hace mucho que en sus primeras intervenciones públicas utilizaba la expresión ética, pero que eso le traía problemas, digamos, de carácter dialéctico. Y que optó por cambiarla: ahora habla de decencia. Pues bien. La cuestión es: ¿cómo andamos de avaricia? Y, en segundo lugar: ¿cómo de decencia?
Arga-ko urretxindorra
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