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Las reformas litúrgicas que introdujo el patriarca otodoxo
Nikon en la iglesia rusa en la década de 1650, para adecuarse a la liturgia
ortodoxa griega, supuso un cisma de grandes proporciones. Tales reformas fueron
apoyadas desde un principio por el zar Alexis I.
Las reformas no fueron, ni mucho menos, del agrado de todos
los creyentes, entre otras razones, por la rapidez con la que se introdujeron y
las pocas consultas que Nikon llevó a cabo.
Tras un primer concilio convocado por el patriarca Nikon en
1654 para revisar la liturgia ortodoxa rusa, en 1666 tuvo lugar un segundo
concilio en Moscú, con la presencia de los principales patriarcas ortodoxos y
del propio zar. En el mismo, se sancionaron las reformas introducidas por
Nikon, que ya había sido desposeído por el zar y enviado a un monasterio como
simple monje, y se declararon anatema a todos los opositores a la reforma.
Asimismo, se les despojó de todos sus derechos civiles.
A partir de este momento, la persecución inicial de la que
fueron objeto los anti reformistas, se hizo general por parte de las
autoridades civiles y eclesiásticas. Los ya denominados Viejos Creyentes sufrieron cárcel, malos tratos por parte de la
propia población y, algunos de los más recalcitrantes, fueron ejecutados.
La huída a zonas remotas de Rusia y Siberia fue constante,
creando comunidades y pequeños pueblos aislados del resto de la sociedad. Pero
la persecución se agravó con la llegada al poder de los bolcheviques. Muchas de
estas comunidades fueron disueltas y buena parte de sus habitantes enviados
como prisioneros a los gulag. Algunos de los que consiguieron eludir a las
autoridades comunistas aún se adentraron más en zonas inhabitadas e inhóspitas.
Una de estas familias fue la de Karp
Lykov.
A continuación, os dejo una historia increíble de esta
familia. El artículo original es de la revista Smithsonian Review, y su autor, Mike Dash. Las fotografías tienen
orígenes diversos y el mapa de localización lo he hecho con Google Maps.
Primera parte.
Siberian summers do not last long. The snows
linger into May, and the cold weather returns again during September, freezing
the taiga into a still life awesome in its desolation: endless miles of
straggly pine and birch forests scattered with sleeping bears and hungry
wolves; steep-sided mountains; white-water rivers that pour in torrents through
the valleys; a hundred thousand icy bogs. This forest is the last and greatest
of Earth's wildernesses. It stretches from the furthest tip of Russia's arctic
regions as far south as Mongolia, and east from the Urals to the Pacific: five
million square miles of nothingness, with a population, outside a handful of
towns, that amounts to only a few thousand people.
Los veranos siberianos no duran mucho. Las nevadas persisten
en mayo y el clima frío vuelve, de nuevo, en septiembre, haciendo de la vida en
la taiga algo helado y sin movimiento en su aislamiento: kilómetros sin fin de
desordenados bosques de pinos y abedules diseminados, con osos durmiendo y
lobos hambrientos. Ríos de aguas espumosas que se arrojan en torrentes hacia
los valles. Cien mil ciénagas heladas. Este es el último y el más grande de los
bosques vírgenes de la Tierra. Se extiende desde las más lejanas regiones
árticas rusas hasta Mongolia, por el sur; y desde los Urales hasta el Pacífico,
por el este y el oeste: más de ocho millones de kilómetros cuadrados de nada,
de vacío, con una población, fuera de alguna pequeña ciudad, no mayor de unos
pocos miles de habitantes.
When the warm days do arrive, though, the taiga
blooms, and for a few short months it can seem almost welcoming. It is then
that man can see most clearly into this hidden world—not on land, for the taiga
can swallow whole armies of explorers, but from the air. Siberia is the source
of most of Russia's oil and mineral resources, and, over the years, even its
most distant parts have been overflown by oil prospectors and surveyors on
their way to backwoods camps where the work of extracting wealth is carried on.
Sin embargo, cuando los días más templados llegan, la taiga
florece y, durante unos pocos meses, puede parecer hasta acogedora. Es entonces
cuando el hombre puede ver con cierta claridad este mundo escondido, no por
tierra, puesto que la taiga puede tragarse ejércitos enteros de exploradores,
sino desde el aire. Siberia es la fuente de la mayoría del petróleo y de los
recursos minerales de Rusia, y durante años, incluso los territorios más
distantes han sido sobrevolados por topógrafos y compañías prospectoras de
petróleo, de camino hacia los campamentos perdidos entre los bosques donde los
trabajos de extracción de la riqueza se llevan a cabo.
Thus it was in the remote south of the
forest in the summer of 1978. A helicopter sent to find a safe spot to land a
party of geologists was skimming the treeline a hundred or so miles from the
Mongolian border when it dropped into the thickly wooded valley of an unnamed tributary
of the Abakan, a seething ribbon of water rushing through dangerous terrain.
The valley walls were narrow, with sides that were close to vertical in places,
and the skinny pine and birch trees swaying in the rotors' downdraft were so
thickly clustered that there was no chance of finding a spot to set the
aircraft down. But, peering intently through his windscreen in search of a
landing place, the pilot saw something that should not have been there. It was
a clearing, 6,000 feet up a mountainside, wedged between the pine and larch and
scored with what looked like long, dark furrows. The baffled helicopter crew
made several passes before reluctantly concluding that this was evidence of
human habitation—a garden that, from the size and shape of the clearing, must
have been there for a long time.
It was an astounding discovery. The mountain
was more than 150 miles from the nearest settlement, in a spot that had never
been explored. The Soviet authorities had no records of anyone living in the
district.
Así sucedió en el verano de 1978, en una remota zona del sur
del bosque. Un helicóptero, enviado para localizar un punto seguro en el que
aterrizar y dejar un grupo de geólogos, rozaba las copas de los árboles a unos
160 kilómetros de la frontera con Mongolia. Descendió aún más sobre un valle de
densos bosques por el que corre un afluente sin nombre del río Abakán, un hilo
de aguas furiosas que se precipita por terrenos peligrosos. Las paredes del
valle eran estrechas, con algunos lados casi verticales en determinadas zonas.
Los delgados pinos y los abedules, que se cimbreaban por el viento que levantaban los
rotores del helicóptero, estaban tan apiñados que no se veía la más mínima
posibilidad de encontrar un lugar donde poder posar el aparato. Pero,
escrutando intensamente por la ventanilla, el piloto vio algo que,
supuestamente, no debería estar ahí. Era un claro, unos 1.000 metros más arriba de un
lado de la montaña, como una cuña entre los pinos alerces, y marcado por lo que
parecían unos surcos largos y oscuros. Los desconcertados pilotos del
helicóptero hicieron varias pasadas sobre el claro antes de concluir, incrédulos, que aquello era una evidencia de la acción del hombre, un jardín
que, por el tamaño y la forma del claro, debía llevar allí bastante tiempo.
Aquello era un descubrimiento pasmoso. La montaña estaba a más de 250 kilómetros de distancia del asentamiento humano más cercano, en una zona que jamás había sido explorada. Las autoridades soviéticas no tenían ninguna constancia de que nadie viviera en aquel sector.
Fotografía del claro desde el aire |
(Fin de la primera parte)
Arga-ko urretxindorra
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