miércoles, 18 de septiembre de 2013

Durante 40 años, la familia Lykov vivió completamente aislada del mundo, sin saber que la Segunda Guerra Mundial había terminado (II)

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Estatus irónico: NADA - UN POCO - BASTANTE - MOGOLLÓN




Segunda parte.



El viejo Lykov después de unas cuantas visitas
Los cuatro científicos enviados a aquel distrito para llevar a cabo prospecciones de mineral de hierro fueron informados sobre el avistamiento de los pilotos, lo que les dejó perplejos y preocupados. El escritor Vasily Peskov anota sobre esta parte de la taiga que “es menos peligroso toparse con un animal salvaje que con un extraño.” Los científicos decidieron investigar, en vez de quedarse esperando en su campamento base temporal, a unos 15 kilómetros del emplazamiento recién descubierto. Dirigidos por la geóloga Galina Pismenskaya, “elegimos un buen día y pusimos regalos en nuestras mochilas para nuestros potenciales amigos” –aunque, solo con el fin de sentirse seguros, recordaba, “comprobé la pistola que llevaba colgada.”


Conforme los intrusos trepaban por la montaña en dirección al lugar señalado por los pilotos, comenzaron a encontrarse con signos de actividad humana: un tosco camino, una vara, un tronco colocado a través de un riachuelo y, finalmente, un pequeño cobertizo lleno de contenedores de corteza de abedul con patatas secas. “Entonces,” –comenta Pismenskaya, “al lado de un riachuelo había una vivienda. Ennegrecida por el tiempo y la lluvia, la cabaña tenía amontonadas por todos lados morralla de la taiga: cortezas, palos, tablones… Si no hubiera sido por una ventana del tamaño de un bolsillo de mi mochila, habría sido muy difícil de creer que allí vivía alguien. Pero sí, sin duda vivían en ella… Como pudimos comprobar, nuestra llegada ya había sido observada.”


 “La pequeña puerta de la choza chirrió y la figura de un hombre viejo salió a la luz del día, como de un cuento de hadas. Descalzo, llevaba una camisa hecha de arpillera remendada y vuelta a remendar. Usaba unos pantalones del mismo material, también lleno de remiendos, y tenía una barba desaliñada. El pelo, despeinado. Parecía asustado y estaba muy atento… Teníamos que decir algo, así que yo fui la primera: «Saludos, abuelo. Hemos venido a visitarle.»


El abuelo no contestó inmediatamente… Finalmente, oímos una voz suave e indecisa: «Bien, ya que han viajado desde tan lejos, también podrían entrar.»

La visión que tuvieron los geólogos cuando entraron en la choza fue como si entraran en un lugar de la Edad Media. Mal construida con cualquier material que caía en sus manos, la vivienda no era mucho más que una madriguera, ­-“una especie de perrera hecha de leños negros por el hollín y tan fría como una bodega, con el suelo que consistía en peladuras de patata y cáscaras de piñones.” Echando un primer vistazo alrededor, los visitantes vieron, a través de la tenue luz, que todo era una sola habitación. Era estrecha y mohosa, e indescriptiblemente sucia; sujeta por unas viguetas deformadas y, sorprendentemente, el hogar de una familia de cinco personas.


De repente, el silencio se rompió por unos sollozos y lamentos. “Solo en ese momento vimos las siluetas de dos mujeres. Una de ellas, al borde de la histeria, rezaba: «Esto es por nuestros pecados, por nuestros pecados.» La otra, escondida detrás de un poste de madera, cayó lentamente al suelo. La luz que entraba por la ventanilla de la choza se posó sobre sus ojos, muy abiertos y llenos de terror, y entonces nos dimos cuenta de que teníamos que salir de allá lo más rápidamente posible.”


Precedidos por Pismenskaya, los científicos salieron a toda prisa de la cabaña y se alejaron hasta un lugar a cierta distancia, donde sacaron algunas provisiones y, en silencio, empezaron a comer algo. Una media hora después, la puerta se abrió con un chirrido y aparecieron el viejo y sus dos hijas, ya sin signos de histeria pero claramente asustadas y “con enorme curiosidad.” Cautelosamente, las tres extrañas figuras fueron acercándose despacio para sentarse junto a sus visitantes. Rechazaron el ofrecimiento de los científicos, un poco de pan, mermelada y té, musitando casi inaudiblemente “No se nos permite eso.” Cuando Pismenskaya les preguntó: “¿Han comido ustedes pan alguna vez?”, el viejo contestó: “Yo sí, pero ellas no. Nunca han visto pan.” Por fin, el viejo era inteligible. Las hijas, en cambio, hablaban un idioma distorsionado por toda una vida de aislamiento. “Cuando las hermanas hablaban entre ellas sonaba como un lento susurro poco nítido.”

El hogar de los Lykov

Lentamente, después de varias visitas llenas de paciencia, la historia completa de la familia salió a la luz.


(Fin de la segunda parte)


Arga-ko urretxindorra

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