Tengo un perro; se llama Ron.
No es mi mascota, eso se queda para las tortugas o los hámsteres. Es mi perro.
Y es genial. Es el primero, y a veces el único, que viene a saludarme cuando
llego a casa, como si hubiese estado ausente diez años; me hace fiestas y le
gusta que se les haga yo a él. Me acompaña allá por donde voy, unas veces
moviendo el rabo, contento, y otras más alicaído. Cuando estoy
leyendo se suele tumbar a mi lado y se duerme con un ojo medio abierto, pendiente.
Ron y yo no hemos
discutido nunca. O me da la razón –eso creo yo- o guarda un agradable silencio
que a mí me parece de aprobación despreocupada. Come todo lo que puede y, como le
hemos maleducado, juega con los cojines, se duerme en los sillones y hasta te
quita la galleta si te descuidas. Es un animal delicioso y no hay más remedio
que quererle. Así es la cosa.
Lo mejor de Ron es
que es un ser razonable. No todo en él es predecible pero siempre es razonable.
Es un perro y siempre actúa como un perro: duerme como un perro, ladra como un
perro, salta como un perro, te lame como un perro, se asusta como un perro, es
territorial como un perro, come como un perro… Es la unidad entre ser y hacer,
lo natural, en definitiva. Y lo admito: en lo que a compañía se refiere,
prefiero la de mi perro a la de muchas personas. Como puedo elegir hasta cierto
punto…
Leyendo y viendo algunas de las cosas que suceden en nuestro
país, al hilo del ébola en este caso, pero puede ser de cualquier otro asunto, mi
lista de personas cuya compañía no me gustaría tanto como la de Ron ha aumentado un poco: los falsos
defensores de los animales –muy falsos, en mi opinión- han entrado de lleno en
ella. Y es que no son razonables como él; al menos no en lo que les caracteriza.
Son bastante predecibles pero poco razonables, al revés que mi perro.
¡Ay, el sentimentalismo! Está tan extendido en nuestra
sociedad… Gusta tanto el sentimentalismo… Vende tanto… Todos conocemos de qué
van estas cosas. Claro que los sentimientos aparecen y desaparecen cuando les
da la gana, sobre todo si eres un poco blandurrio –poco entrenado, no muy
educado, entiéndaseme-. Van y vienen como pedro por su casa. La cosa es que si
uno no es capaz de ponerlos en el sitio que les corresponde se adueñan como
auténticos tiranos del pensar y del hacer. Cuando aparecen nos empujan a
empellones; y cuando desparecen, se acabó nuestra gasolina y nos dejan tirados
en la cuneta y habitualmente, a otros congéneres.
El hombre es algo más que sus sentimientos o debe serlo.
Cuando no gobierna la cabeza, asistida entre otros por los sentimientos, son
estos últimos quienes lo hacen, pero sin asistentes: lo primero que se cargan,
desde su totalitarismo, es a la razón. Y uno deja de actuar como auténtico ser
humano.
Eso sin tener en cuenta que los malos sentimientos también
existen, como Teruel.
Así, cuando mi sentimiento de pena por el tal Excálibur , el perro por excelencia
últimamente, se adueña de mí no "puedo" evitar que otro sentimiento, el de la
rabia, nazca desde lo más hondo de mi corazón. Y, a poco que me sienta
provocado, un profundo sentimiento de venganza contra los asesinos
maltratadores va tomando cuerpo.
Y, ¿mi razón? ¿Dónde anda, que no la encuentro? Pues es que
ya no está donde debería, se ha tomado unos días de asueto. Los sentimientos
han okupado su despacho y debe andar
por Cancún ahora mismo.
Predecibles, pero no razonables.
¡Qué bien me cae Ron!
(Toma, bonito, toma; ven, Ron, toma…)
Argako urretxindorra
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