Era verano. Yo estaba de vacaciones en el pueblo y tendría unos ocho años. Eran tiempos de Franco. Pese a la idea que pudieran tener algunos jóvenes hoy en día, nuestra infancia no fue en blanco, negro y gris sino a color. Quizá más colores que ahora porque vivíamos en la calle, invirtiendo el día entero en jugar al aire libre y disfrutando de la libertad que te daba estar lejos de la zapatilla materna y tener todo el pueblo y el campo a tu disposición.
Uno de aquellos días, cerca de la hora de comer, iba para casa distraído con los gatos, las mariposas y los abejorros. En la calle Mayor, en esa zona era la más estrecha del pueblo, vi llegar, a pocos metros de mí, a un jicho con muy mala pinta para mi gusto de niño. Pero allí ya no me podía desviar. Así que me pegué a una de las paredes del pasadizo.
Y le miré con la fijeza que solo se permite a un niño. Tenía el pelo negro y largo, hasta los hombros; los ojos muy oscuros y cejas negras pronunciadas. Y una barba larga que apenas permitía un poco de rostro. De repente, el se fijó en mí y me clavó la vista; no recuerdo bien pero creo que me paré apoyado en la pared y sin dejar de mirarle. Cuando estuvo a mi altura me guiñó un ojo y siguió adelante. Sí recuerdo mi desconcierto. Y no deje de mirar su espalda hasta que me quedó oculto por la curva que hace el estrecho pasaje.
No le había visto nunca y eso, en un pueblo pequeño, es raro.
Esa misma tarde andaba yo cazando lagartijas en la pared de la huerta de mi abuelo. Tenía unas cuantas y acababa de ver una grande, con la cabeza levantada al sol que ya iba camino de esconderse tras los montes; me concentré mucho en ella porque era de tripa verde. Las mejores eran las de tripa anaranjada, difíciles de coger porque había pocas, eran grandes y corrían mucho. De todos modos, esta era de las segundas más buenas. Me preparé y, muy concentrado, me fui acercando despacio hacia el saliente de la piedra en la que estaba mi lagartija.
La casa de mis abuelos era la primera del pueblo y estaba ligeramente apartada del núcleo; paso obligado para ir y venir. A esas horas de la tarde era costumbre sentarse a la fresca ante la casa. A mí eso me solía aburrir así que, si no estaba por ahí, prefería la huerta, que estaba enfrente y que siempre me ofrecía algo más divertido que estar sentado "tomando la fresca".
No solía hacer mucho caso de quien pasaba; algunos solo saludaban; otros se quedaban a charlar un ratito con los que tomaban la fresca. Aquella tarde, mientras me acercaba a mi presa, entró en mi campo visual la figura del tío barbudo y melenudo, el que me había cruzado al mediodía. Y eso hizo que detuviera mi avance, aunque sin intención de abandonarlo. Sin embargo, sí que lo hice porque no solo se detuvo con los que estaban sentados, sino que estos se levantaron y todos se saludaron efusivamente. De repente, la lagartija de tripa verde se me volatilizó: mi sorpresa por la reacción de los de la fresca se convirtió en enorme curiosidad. Así que me acerqué y me senté en la pared de la huerta, a unos seis o siete metros del corrillo que se había formado.
Cuando un chico observa interesado una escena piensa a enorme velocidad. Desde luego, el barbas se me había quedado grabado, tanto por la pinta que tenía como por su desconcertante guiño. Como él se encontraba de espaldas en animada charla, me moví cruzando la calle para verle de frente. Entre los diversos pelos de la melena, el bigote y la barba aparecía una sonrisa blanca que me cautivó.
En los pueblos hay muchos entreparientes, todo muy confuso para un niño. Por eso, cuando te dan indicaciones para que sepas quién es alguien te lían aún más con aquello de "Sí, hombre, lo tienes que conocer -por supuesto, no lo conoces-; este es el mediano de la Petra, que se casó con un chico -puede tener sesenta años ya- de la señora Demetria, la madre de los "Mogolos"... ¿No te acuerdas? Pues que tonto estás... ¿Te acuerdas del "Perrico sentao"? -le llamaban así porque era pequeño de estatura, casi no había mala leche. - Pues primos "dél".
En todo caso, el barbas debía ser pariente aunque no sé en qué grado. Y, a pesar de las pintas, resultó un tipo de lo más simpático y agradable. A partir de ahí lo vi muchas más veces aunque de manera discontinua. Sus padres eran ambos del pueblo pero antes de casarse ya se habían ido a la capital, cada uno por su cuenta. El padre se hizo guardia civil de joven. Y el chico, también. Pero este era de los secretas y estaba destinado en Bilbao. Recuerdo a su madre haciendo gorros de lana y bufandas largas con lauburus, la primera vez que los vi. Eran para el hijo barbudo. Parte del disfraz en Bilbao.
De esta manera conocí que ETA existía y que había guardias civiles que no solían vestir uniforme y que tenían familia y sonrisa; y pintas raras.
Argako urretxindorra
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