miércoles, 29 de octubre de 2014

Unos asesinatos de ETA, sin más. (II)

Escena 6

30 de mayo de 1985, 20:23 horas.

Mari Carmen Belascoain y su marido están "dando una vuelta" por el Club Natación. Son socios y les gusta bajar por allá cuando hace buen tiempo. A la orilla de río se está bien tomando un cafetito y charlando con los conocidos. Uno de los hijos, el pequeño, Alfredico como le suele llamar Mari Carmen ha estado entrenando con la piragua y, ahora, andaba zascandileando de aquí para allá. Pero ya estaba aburrido.

- "Mami" -le solía llamar mami- "me subo a casa con la bici, ¿vale?"

- "Vale", -le contesta Mari Carmen- "pero ten cuidado no te vayan a atropellar."

- "No te preocupes, mami."

"Godo" se despide de sus padres y se monta en la bici para remontar la tremenda rampa que hay desde el Club Natación hasta el Casco Antiguo de Pamplona, donde vive. La distancia es corta y "Godo" es puro nervio así que se presenta en su calle, la Bajada de Javier, como la llama todo el mundo, en pocos minutos. Su madre le ha echado una última mirada, orgullosa. Y le comenta a su marido:

- "¿Sabes que me dijo el otro día Alfredico?

- "¿Qué te dijo?"

- Que le enseñara a bailar.

- "¿A bailar?"

- "Sí, a bailar. Y le digo yo: «Ahora no tengo tiempo, hijo. ¡Qué cosas tienes!» Y enciende el caset, me coge de la cintura y de la mano y me dice: «Venga, mami, enséñame.» ¿Qué te parece?

- "Que sois los dos iguales, ¡qué me va a parecer!" dice Luis sonriendo.

Escena 7, 20:55 horas.


Pamplona, como tantas otras ciudades de España en esos años, sufre el azote brutal de la heroína. El caballo campa por doquier destrozando la vida de muchas familias. Algunas zonas del Casco Antiguo   son lugar de tétrica peregrinación de aquellos sumidos en la desesperación más vacía, en la desesperación más urgida, rendidos a los pies del caballo inmisericorde.

En aquella época, las patrullas de la policía en la ciudad no se hacían por parejas. Solían ir tres o cuatro agentes en un mismo vehículo y, normalmente, trabajaban juntos dos coches. Pero esto no se debía a la droga. Esto era debido a ETA. En lo que iba de ese año 85, en cinco meses, habían matado a 12 personas: un panadero, el director general del Banco Central, un posible camello, el jefe de la Ertzaintza, un analista químico, cuatro agentes de la Policía Nacional, un inspector del Cuerpo Superior de Policía, un taxista y el jefe de personal de una empresa de armas. A este último, le habían pegado un tiro en la nuca esa misma tarde, dos horas y media escasas antes de esta escena. Solo en este mes de mayo, ETA había asesinado a siete de estas pobres personas, una cada cuatro días.

Pero el aumento de agentes no suponía mucha más seguridad. Una bomba podía liquidar a todos juntos. Por eso, además tenían que tomar precauciones adicionales. Los dos coches no iban juntos, aunque sí cercanos, y acudían a la vez a realizar el servicio. Tampoco detenían los vehículos en el mismo sitio sino que uno permanecía a cierta distancia del suceso a modo de cobertura del otro. Todos los agentes descendían de los coches y ocupaban el lugar que correspondía a cada uno en el despliegue, que eso es lo que suponía cada servicio que tuvieran que realizar, por pequeño que fuera.

Francisco, el marido de la joven Manuela, pertenecía a una de las dotaciones de seguridad ciudadana, del 091. El indicativo de su patrulla era Z-10 y hacía tándem con Z-20. Tenían asignado un sector que incluía el Casco Antiguo de Pamplona. Él era el usuario de su vehículo, es decir, el responsable de Z-10 y, por prelación, también del servicio con Z-20. El usuario de este último era su amigo Manuel, Manuel Picardo. 

Escena 8, 21:12 horas

Mercedes lleva un traje de pre-mamá de flores. Desde que se han montado en el coche, José Ramón y ella no se han dirigido la palabra; cada uno va a lo suyo. A pesar de la agradable temperatura, llevan las ventanillas subidas. De vez en cuando, Mercedes se mueve para acomodarse; su tripa la obliga a cambiar de postura pero no termina de encontrarla. La posición que lleva no ayuda nada; de espaldas a José Ramón, con el brazo izquierdo se apoya en el salpicadero y con el derecho se agarra con fuerza al respaldo de su propio asiento. Es un equilibrio poco estable pero le permite ver, con un giro de cabeza, lo que sucede detrás, en el lateral derecho y adelante.

José Ramón conduce despacio y con extremada precaución. Lo que menos desea es tener el más mínimo problema de tráfico. En aquella época, se podía circular todavía por el Casco Antiguo de la ciudad.

Enfila la Plaza del Castillo, una plaza muy amplia, ligeramente rectangular con un gran kiosco en el centro de la zona peatonal rodeado de pequeños jardines y parterres llenos de flores y de hierba verde. Es ahora cuando, por fin, Mercedes se sienta hacia adelante. Sujetándose la tripa con ambas manos, repara en un joven que está junto a una cabina telefónica y que, al pasar, se introduce una mano en el bolsillo derecho.

José Ramón, acelera un poco y da la vuelta completa a la plaza. Hay mucha gente porque cerca están abiertas todavía las casetas de la Feria del Libro de ese año. Enseguida llegan de nuevo  junto a la cabina telefónica en la que el joven de antes se ha metido. Con la mano derecha aún en el bolsillo, sujeta el auricular con la izquierda.

Hay varios coches en doble fila porque no es nada fácil encontrar aparcamiento en la plaza. Suelen ser de los clientes de las innumerables terrazas que hay en las anchas aceras. Mercedes le indica a José Ramón:

- "Para aquí." E, inmediatamente, abre la portezuela y se baja a la altura de la bocacalle de la Bajada de Javier, que cruza la calle Estafeta desde la Plaza del Castillo.

Argako urretxindorra

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