Los niños tienen una imaginación vital, desbordada. Crean, inventan, actúan. Aquellas cajas de zapatos eran camionetas con todo detalle. Aquellos palos torcidos y nudosos, espadas toledanas de la mejor calidad.
Teníamos batas de rayas blancas y azules verticales. Protegían la ropa de nuestras andanzas escolares y las manos de nuestras madres del jabón Chimbo y del azulete. Pero no eran solo batas. En primavera, a la vuelta del cole para comer en casa, se convertían en capas de cristianos y togas de moros.
La botonadura estaba por detrás; por eso, cada compañero de pupitre se la ataba al otro. A la salida, lo contrario. Y, rápidamente, nada más traspasar la verja, cada uno cogía su bata y la convertía en capa o tocado. Los cristianos se ataban el primer botón por delante, a la altura del cuello, y dejaban colgando la bata por la espalda. Lo mismo hacían los moros, pero a la altura de la frente. Lo de estos era más incómodo porque apretaba mucho la cabeza. Había veces que esta era demasiado grande para el agujero que permitía el botón y, atada, se la echaban por encima del pelo, con lo que, cada dos por tres, se caía.
Y empezaba la batalla campal. Las espadas y las cimitarras eran invisibles, pero nosotros las veíamos brillar. De nuestros pequeños puños surgían y cortaban el aire haciendo ruido y entrechocaban haciendo ruido. De vez en cuando, en pelea enconada, se acaba el resuello de los contrincantes por un momento y espadas y cimitarras enmudecían, pero la pelea continuaba. El metal imaginado volvía rápido a sonar.
Los niños construyen con la imaginación de los restos que va dejando la vida. Crean con la alegría o con los miedos; con las historias oídas o con las experiencias vividas; con retazos de películas y con renglones de cuentos. Pero, curiosamente, no saben crear tragedias. En su imaginación no ocurren, a pesar de los miedos. Los niños aprenden la tragedia de los mayores, de la reacción de los adultos que les rodean.
Por eso, morir y matar en los juegos de aquellos niños no era trágico sino una parte necesaria de la diversión del juego.
Mi primera conciencia de tragedia es antigua y no muy clara. Pero sí me quedan escenas borrosas. Alguien había muerto y hacían, los mayores, empeño porque no me enterara de nada. Pero resulta imposible evitar la curiosidad de niño, especialmente cuando queda espoleada por el vano intento de ocultar el hecho.
Era uno de esos entreparientes al que yo no conocía y del que ni siquiera había oído hablar. Pero no fue una tragedia de lágrimas y desvanecimientos. Era una tragedia incomprensiblemente extraña. Una mezcla de enfado, rabia y vergüenza junto a la pena. Recuerdo mi silencio.
Años después supe de aquello. No me dejó marcado especialmente. El muerto era familiar de un familiar. No fue llorado en mi casa. Pero sí provocó tragedia, la primera para mí. Le había explotado una bomba que, junto con otro terrorista, estaba preparando. Murieron los dos. El pariente se llamaba Alberto y era joven. Recuerdo frases sueltas:
- Un chico tan joven, qué desgracia para sus padres.
- Hay que tener mucho cuidado con quién andan los hijos.
- No me lo podía imaginar; y sus padres tampoco.
- ¿A quién irían a matar? ¿Cómo pueden llegar a estas barbaridades?
- Cierra la puerta, que el crío aún no estará dormido.
Esta fue mi primera experiencia de una tragedia. En aquel momento, para mí, cosas que no entendía y que no me llamaban la atención más que por la importancia que le daban los mayores. Esta fue mi primera noción de que había gente que mataba a otros de verdad. Y esta fue la primera vez que oí la palabra ETA.
Argako urretxindorra
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